-Sí, sí, joven, mire tranquilo.
Saqué un sobre de dormir, una garrafa, una silla plegable, un cuaderno y me descalcé. (El guardia me miró con recelo).
A los cuatro días, cuando terminé el libro, me estaba yendo de la librería justo cuando aparece la amable vendedora:
-¿Y? ¿Va a llevarlo, joven?
-Eh..., no, no, gracias, no me gustó.
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Entré a la misma librería, hace tres o cuatro días, con la misma intención, y (por supuesto) la misma pregunta.
La amable señorita, ahora más precavida, mira de reojo el lomo del libro y al comprobar su grueso espinazo, me advierte que sólo puedo leer en su presencia. Frase que recibe una aprobación del guardia.
Le digo que no hay problema:
- Vamos a tu casa y lo leo allá.
Atenta, me responde que no la dejan llevar libros a su casa.
Le propongo, entonces:
- Vos pagás la pizza, yo la cerveza y leo en voz alta un libro de Paul Auster que llevo en la mochila.
Ella lo piensa un segundo, dos, me mira y hace una semana duermo en su casa y preparo los drinks.
Quiero aclararte una cosa. Se llama Sofía. Y no le gusta que se abusen de su amabilidad.
Mi vendedora no era señorita. Estaba cerca de los 60, ó 90, no sé bien. Y, si no recuerdo mal, tenía un cartelito pegado a la camisa que decía Etzstela.
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