Dos virtudes

Montevideo es un desierto de asfalto, con semáforos y cebras inútiles. Todo es lento, sin gente; circula, en silencio, un esmerilado abandono. Treinta y cuatro son los grados que denuncia el reloj de calle. El agua sale tibia. Como si en vez de canillas hubiera guáters mal educados que devuelven lo meado.
De pronto, el Sol; ahora el mundo es blanco. Camino.
De memoria cierro la puerta de calle. Vigilo (inútilmente) a ver si hay alguna cara sospechosa. El mundo es blanco.
A los diez metros, mis ojos superan la caprichosa ceguera y el mundo se disuelve en aguados colores. Me incomodan las chancletas (recién estamos en diciembre) y esa náusea constante que se arrepiente en mi garganta.
Llego al cyber y todo es negro. "Mierda -pienso-, otra vez estoy ciego". La piel del pibe que atiende es blancawindows. Habla como si tuviera una lengua de mil kilos. Todo le pesa.
-Dos cedés, por favor -no dije "Hola", pero en los cybers no importan las formalidades.
-¿Diochenta o stntacinco? -soltó, mostrando sus ojeras de pervertido.
-Setenta y cinco.
Espero unos segundos. Inspecciono el cyber. Está casi vacío. Escondido dentro de unos súper auriculares, hay un niño a diez centímetros del monitor. Habla solo. Dice: "Sss", y se tira para atrás. Una y otra vez.
-¿lgo máh?
-Mmm, mmm -niego con la cabeza.
-Trnta y dóh.
Me voy. Cruzo la puerta, y la civilización me deja ciego, nuevamente.
Pienso: "¡Qué agradables son los cybers! Frescos, y protectores de la vista".