domingo, 19 de agosto de 2007

Crónica de algo de lo que pasó en aquella Brasilia verde

A la tormentosa edad de siete años, en la época en la que los cuatro hermanos cabíamos en la Brasilia verde, mi padre nos llevaba todos los sábados a dar vueltas por Montevideo, después de almorzar en lo de abuelo. Yo siempre elegía la ventana derecha, detrás del acompañante. No tanto por el paisaje o la comodidad del posa brazos, sino por motivos más... trascendentes, digamos.
El piso de la Brasilia era de chapa, y detrás del asiento del acompañante, había un hueco por donde podía verse el asfalto y las imperfecciones de la ciudad. Sentarse allí suponía un riesgo elevado: cualquier pelea o distracción hubiera sido suficiente para que mi pie se trancara entre el hueco y la calle, y la propia velocidad de la Brasilia me arrancara la pierna. Para evitar accidentes -en esa época, todos éramos niños-, mi padre colocó una chapa oxidada, y la tapó con una alfombra de goma negra. Sin embargo (siempre fuimos nenes jodidos), apenas mi padre ponía en marcha la carcasa verde, nosotros levantábamos la alfombra de goma negra y sacábamos la chapa para conocer ese mundo gris que desfilaba a toda velocidad por el hueco de veinte centímetros de diámetro. A través de este hueco, escupíamos y tirábamos basura, para después mirar por el parabrisa de atrás cómo se perdían nuestros trofeos en la calle larga.
Mi padre aprovechaba cada viaje en la Brasilia para enseñarnos los monumentos de la ciudad: "Il Colleone, Verrochio. Monumento a la carreta, Belloni. Victoria de Samotracia, ¿?". Llegó un momento en el que, sin saberlo, mis hermanos y yo sabíamos casi todos los monumentos de Montevideo, patrimonio que hasta el día de hoy conservamos.
La otra ventaja que tenía "la punta" (ventana), es que me permitía gritarle cosas a la gente. Sacaba el codo por la ventan, y gritaba cualquier cosa, a cualquier persona: ancianas mal vestidas, chicas que ostentaban una belleza que no tenían, jóvenes con cara de maricón, etc. Claro, me salvaba mi cara de bueno: a la edad de siete años, con poco más de un metro de altura y cabellera casi albina, ni las viejas mal vestidas, ni las chicas ostentosas, ni los jóvenes con cara de maricón pensaban que los improperios pudieran salir de alguien como yo. De modo que se la agarraban con mi hermano grande, morocho y con bigote de preadolescente. Fue por esa época, recuerdo, que empecé a perder la bondad con la que todos nacemos, y me aseguré un lugar en el infierno.
Desde el día en que mi padre tuvo que bajarse de la Brasilia para pedirle disculpas a una señora ("qué lindo disfraz de elefante, gorda"), las cosas cambiaron. No sólo tuve que soportar el Topper talle 45 de mi padre, sino que, cuando me explicaron que la señora tenía elefantiasis ("Una enfermedad muy seria, Al"), tuve la sensación, por primera vez, de haber hecho daño. Gratuitamente, como quien tira mierda al mar, sin reparar en las consecuencias. De ahí en adelante, mis padres optaron por sentarme en el medio, entre S. (mi hermano más grande), y M. (mi hermano más responsable). No quedó otra alternativa que conformarme con imaginar los insultos, y tragármelos sin herir a nadie. O hiriéndome a mí mismo, guardando todo esa maldad por dentro.

2 comentarios:

NaBUru38 dijo...

¿El Tao rojo tenía agujeros en el piso? (Pica el sabelotodo de los autos atrás de la pantalla)

Al Nonino dijo...

No, Naburu38. El Tao rojo estaba en perfectas condiciones. Lucía un alerón negro, ochentoso, y cuando lo llevábamos al lavadero, hasta se parecía a un deportivo...