
Tocamos timbre, y los segundos cayeron como gotas densas, sin apuro. Por fin abrió la puerta, y otra vez resucitó aquél, el abuelo de siempre, que me acompañaba con sus pasos largos por el Camino de los hormigueros, a la vuelta del Club Banco República, el abuelo que tiene mejor memoria del mundo, y el abuelo que es flaco como yo, ágil como yo, y que, como yo, le gusta conversar. En la casa de mi abuelo siempre hay coca cola, y siempre está sin abrir, esperando a que lleguemos. Hoy fuimos a visitarlo, y la imagen del hospital solitario -porque los C.T.I. son los lugares más desposeídos que jamás pueden existir- quedó por fin suspendida como una pesadilla sin dueño.
Me habló de un Montevideo con tranvías, donde los agravios se remediaban en duelos a muerte, me habló de mujeres que bajaban completamente vestidas a la playa y me dijo que una vez conoció a Albert Einstein.
Me habló de tantas tantas tantas cosas e historias y más cosas y más historias, que de a poco me encogí en el sillón y no me animé a preguntarle lo que en verdad daba vueltas en mi cabeza. Eso, todo eso, ya saben. Lo de la muerte, lo de Dios, lo de su agnosticismo, lo del sentido y lo de cómo ser feliz, y todo eso, eso, ya saben, lo de las cosas que se piensan cuando uno ya está cerca o muy cerca.
Pero aquel Montevideo fue más cómodo, más prometedor, y ahora ya sé que mi abuelo conoció a Albert Einstein. ¡Einstein!, ¿entienden? ¡¡¡Einstein!!! ¡¡¡Einstein!!!